Inédito

Tengo fe. Y la predico.
Una fe extraña, torpe,
esporádica, indulgente.
Creo en Eva, en El Diego,
en Gilda, en el Gauchito Gil,
en mi abuela Pichona
y en la fuerza impostergable
de las infancias. Esas figuras,
más otras chucherías
para no tener miedo.

Entonces, recién,
mientras barría la cocina
con un dejo de ansiedad,
me puse a pensar que, tal vez,
algún día mis divinidades
pueden apersonarse para
concederme un deseo único,
sin letra chica ni condiciones,
un deseo exclusivo, intransferible,
la contraseña de mis emociones.

Sé muy bien que,
de puro atolondrado,
les rogaría que me concedan
uno más, un bonus track,
pero no de caprichoso,
sino para equilibrar el peso
de mi vida, la correlación
con el espacio y el tiempo,
ese dilema, esa guerra,
ese espejo, esa multa.

Si me lo aceptan,
si me dan el privilegio,
mi deseo sería simplón, barato,
sin protocolo ni brillo moral:
solo les pediría
que nunca, pero nunca,
me falte el valor
para asumir lo que siento.
Y calma, muchísima calma
para afrontar lo inesperado.

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