POCHA

Piglia

Ricardo Piglia

Leer a Piglia, interpretar a Piglia, releer a Piglia, reivindicar a Piglia. Incluso, querer a Piglia como se quiere a un amigo que, pese a la distancia o a la poca frecuencia de los abrazos, sabemos que siempre está, que siempre estaremos. Esa reciprocidad que no se exige ni se simula. Esa sensación que se transforma en una coyuntura atemporal de los sentimientos. Así de básico. Digo querer a Piglia porque es lo mismo que querer a la literatura. El entusiasmo descomunal que genera el Piglia lector. El que más admiro, el que piensa para que pensemos con él, el que no le pone condiciones al pensamiento. Piglia invita, ofrece, es un anfitrión notable de la palabra. Qué impresionante. Leo a Piglia cuando estoy triste, cuando estoy contento. Leo al Piglia lector, al escritor, al crítico, al docente. Siento que me voy a cruzar a Renzi frente al Almagro Boxing Club o que Beatriz Viterbo se va a enamorar de Erdosain. Amo esos momentos en los que no distingo ni la ficción ni la realidad. Amo sentirme parte de una ostranenie bonaerense. Eso es Piglia. El distanciamiento perfecto para acercamos a la lectura. No sólo como hábito, sino como identidad, como hecho inalterable del deseo. Porque en tiempos tan oscuros, tener la obra de Piglia cerca también es un modo de contribuir al rechazo absoluto de lo siniestro. Igual que debatir lo terrible que todavía no pasó, disentir, detestar la obsecuencia, contradecirnos hasta la médula, pero hacer el ejercicio y tener paciencia para el resultado, mirar más acá, quiero decir, igual que jugar un fulbito 5 y terminar a la medianoche, igual que un guiso de miércoles para organizar una celebración de lo que sea, igual que invitar a alguien al cine con 2×1. Ese tipo de proezas. Administrar el impacto de buscar la calma y el movimiento, defender la cultura popular argentina, no permitir que nos alejen de nuestra orilla, tener la convicción colectiva de no ceder, aunque cueste horrores, aunque la crueldad parezca una virtud de lo práctico: que la confusión jamás nos deje imparciales.

En fin. Que viva Piglia y su insistencia empedernida para compartir el pensamiento. Después, ya sabemos, el corazón se encarga de todas las circunstancias.

Fondo Nacional del Corazón

Fondo Nacional del Corazón - Leandro Gabilondo

Termina el partido, bajo el cielo nublado de Boston, el 25 de junio de 1994, Sue Ellen Carpenter, la enfermera más famosa del mundo, agarra de la mano a Pelusa y lo lleva camino al infierno. Canchero, con su inocencia y su carisma letal, Pelusa sonríe como Perón, como un nene de Fiorito. Sue Ellen Carpenter lleva a un santo popular de la mano, pero no lo sabe, y probablemente nunca lo sepa. En la frialdad de la rubia se ve el contraste del poder, el genocidio moral de occidente. La idiosincrasia argentina es intransferible, no puede explicarse ni argumentarse, eso la define. Paenza, un periodista notable, intercepta a Pelusa y lo entrevista apurado, en vivo. Sue Ellen Carpenter, la enfermera más famosa del mundo, por lo menos de nuestro mundo, sonríe sin abrir la boca detrás de Pelusa. Transpirado por el verano gringo, verborrágico, ansioso y tierno, Pelusa señala la cámara y le dedica el triunfo al pueblo argentino, le dice que lo quiere mucho. Antes de despedirse, se acuerda de su mamá, la Tota, y también le dice que la quiere mucho, sin dejar de señalar y mirar la cámara. Pelusa tira un beso a lo Sandro y se va otra vez con Sue Ellen Carpenter, pero deja su mirada certera en el aire: la más trascendental de nuestra República.

Funde a negro.

Arranca el partido, bajo el invierno soleado del Barrio Fo.Na.Vi (Fondo Nacional de la Vivienda), en Arrecifes, provincia de Buenos Aires, en la casa de mis tíos, la Vivi y el Gallego, a punto de cumplir nueve años, estoy arrodillado frente a un televisor 20 pulgadas esperando que la agarre Pelusa, ese muchacho que yo siento que es mi amigo, porque también es un nene, un nene bueno, que tiene la camiseta blanquiceleste bien metida adentro, las medias altas y los botines negros. Afuera la calle es de tierra y duele el frío del llano bonaerense, está el neoliberalismo, la frivolidad y la miseria, el plan sistemático para el hambre latinoamericano. Yo, con un vaso lleno de jugo Mocoretá de naranja entre las manos, solo quiero que Pelusa agarre la pelota, ya, necesito que la tenga él. Busco, espero y deseo sus movimientos. Quiero que Pelusa la pise con esa zurda empanada y haga lo que nadie espera, jamás, con su gesto exagerado y maravilloso, su tarea de prócer barrial. Minuto 9, Araujo, uno de los mejores relatores del planeta, se desespera porque Redondo erra un pase clave en la mitad de la cancha. Se paralizan los latidos, se congelan nuestras vidas. Gol de Nigeria. Los africanos con su onda inigualable danzan en el banderín del corner. Mi papá putea a Dios y a María Santísima. La Vivi está con la boca abierta. El Gallego fuma un cigarrillo atrás de otro, camina en círculos en el living de 4×2 y de techo bajo. Mi abuela Mamei no suelta la pava, se ceba un mate, absorta. Mi hermano, porque su pubertad lo obliga, se sopla el flequillo y se hace el optimista. Mi abuelo Cholo dice que él sabía que esto iba a pasar, pero que lo damos vuelta. La Cari, mi otra tía, está a punto de llorar, ella es así, y está bien. Mis primos, el Omán y el Amarillo, menores que yo, están sentados contra la pared y miran atentos el derrotero familiar. Mi mamá, que tiene una capacidad específica para reconocer la sensibilidad de las personas que la rodean, me acaricia la cabeza. Yo espero que saquen del medio, que Pelusa juegue otra vez a la pelota, es lo único que me importa. El tiempo transcurre sin forma. Minuto 22, tiro libre para Argentina cerca del área rival. Pelusa amaga a patear con la zurda empanada, pasa por arriba y la pisa, patea Batistuta, rebote del arquero, aparece Caniggia, la empuja y la pelota entra en el techo del arco. Locura, demencia, fuegos artificiales en el pecho, explota el Barrio Fo.Na.Vi. Abrazos desprolijos, gritos, puteadas de alivio, se me cae el Mocoretá de naranja, la Cari llora y me abraza porque me partí la nuca con la mesa al festejar, yo me río y le digo que no es nada. Estoy feliz. Muy feliz. Quiero quedarme a vivir en ese momento. Pero en el medio del fuego, sin ni siquiera poder admitir y hacer carne esa felicidad: tiro libre en la mitad de la cancha para Argentina. Minuto 29. Nadie intuye el peligro de gol. La cámara lo muestra a Caniggia, con su melena salvaje y sexy, desorbitado, al grito de: “¡Diego, Diego!”. Es ahora. Siesta de la defensa nigeriana. Pelusa ve a su compañero, abre la zurda empanada y con la parte interna hace rodar la pelota con una sutileza extraordinaria. Lo deja solo frente al arco, mano a mano con el arquero. Araujo interrumpe a Macaya, uno de los mejores comentaristas del planeta, y se desespera otra vez, pero ahora de alegría: “Señoras y señores, la Argentina por el segundo… el Bebééééé… golazo… gol, Bebé, golazo… ¡goooooooooooooooooooooooooooooooooooooool ar-gen-ti-no, otra vez el Bebé, otra vez Claudio Paul Ca-ni-ggiaaaaaa. Señoras y señores, la Arrrrrrrrrrgentina 2, Nigeria 1”.

Funde a negro.

Termina el partido, el segundo del grupo del Mundial USA 94. La tardecita del Barro Fo.Na.Vi está color naranja y violeta. El frío crece. La noche asoma el hocico. Nos abrigamos y salimos a la calle, encaramos para el lado del Centro, para celebrar en caravana sobre la calle Ricardo Gutiérrez y la Dardo Rocha. El pueblo argentino acaba de vivir el último acto de Pelusa como jugador de la Selección, pero no lo sabe. El infierno se acerca, aunque hasta ahora, por el momento, nadie nos puede sacar la alegría genuina que nos sostiene. No quiero pensar en los días que vienen. Soy el presente, soy el presente y toda la potencia de la esperanza. En la esquina, se van sumando vecinos y vecinas del Barrio Fo.Na.Vi. Caminamos juntos, somos un cuento de Rulfo, cantamos que es un sentimiento, que no podemos parar. La infancia y su esponja emocional me dejan la sonrisa de Pelusa en el corazón, para siempre.

Carta de la Vero al Aureliano

Carta de la Vero al Aureliano - Leandro Gabilondo

Hola, Aureliano José. Un gusto, aunque sea platónico o desde el sentimiento maravilloso. Soy una muchacha argentina que leyó Cien años de soledad. Cuestión que te escribo desde el otro lado, el siglo XXI, año 2023, más precisamente. No sabés el despelote en el que estamos. Una tortura. Y una esperanza intacta, claro. Porque sin contradicciones no hay esencia.

En fin, quiero que sepas que me voy a tomar el atrevimiento de decirte Aureliano, a secas. Perdón. Me encanta tu nombre. Imagino que, en tu adolescencia, tus amigos del barrio te decían: “¡Ey, llegó el Aure! ¿Qué onda, guachín?” O también, imagino que te decían: “Au”. Así nomás. Es bellísimo que te digan: “Au”. Pensalo, Aureliano. Un monosílabo de una sonoridad tremenda, súper dulce, un disparo sutil y letal.

Pensalo y escuchá cómo suena: “Au”. Sos una onomatopeya tierna, Aureliano. Me fascina. Perdón otra vez, se me va la moto. Ni me presenté. Es la ansiedad. Y el miedo, que es lo mismo pero con otra fama. Me presento: soy Verónica Similitud. Igual vos me podés decir como quieras, no nos conocemos pero siento que sí. Me gusta cuando me pasa eso con alguien. Te decía, en mi pueblo me dicen “La Vero”, “La Vero Similitud”.

Y te estoy escribiendo un domingo lluvioso a la tardecita. Qué atrevida. Perdón. En serio. Seguro estás acurrucado y tapado hasta la cabeza, con una angustia atroz que te supera. Te entiendo, Aureliano. Estuve, y estoy, ahí. ¿Acaso hay alguien que no lo esté? Por eso, sin compromiso, podés leerme mañana. No hay drama. Arranca la semana y el mundo avanza por inercia, es tan cruel que nadie tiene tiempo ni de estar triste. Somos el flash de una foto que nunca se revela. De eso te quería hablar, de la soledad. Vos sabés muy bien de qué se trata, Aureliano. Te escribo para verbalizar lo que me excede. Es una forma de domesticar al miedo, de enfrentarlo, de persuadirlo.

No queda otra. Y me siento la Clarice Lispector cuando escribió: “Tengo miedos muy bobos y un coraje muy absurdo”. Vos, Aureliano, que viviste la guerra en carne propia, necesito que me respondas: ¿fuiste por valentía o por sumisión? ¿Es verdad que el estallido de una bomba en una trinchera se siente como si un horno gigante se estuviese cerrando? Algo así escribió Hemingway en Adiós a las armas. Igual, no importa, cada persona siente del modo que siente. Fijate, como era de esperar en alguien como vos: volviste a Macondo por amor. Desertaste, dirán algunos. Aunque vos volviste por la única razón que se puede volver. Si alguien pega la vuelta por otra razón que no sea el amor: especula. Y vos, Aureliano, ya viste lo que pasa con los especuladores: son gente de negocios, tienen los medios de comunicación. Esa clase de miserables, los que siempre saben a cuánto cotiza el dólar. Vos no, Aureliano, vos sos más genuino que ponerse colorado, que la incomodidad cuando te cantan el cumpleaños feliz. Cómo será, Aureliano, que un fascista te mató de un tiro. Te llenó de plomo los sesos. Así de cobarde, así de siniestro. Pero, ¿sabés qué, Aureliano?

Aunque ellos tengan la pólvora, aunque sean los dueños de la muerte hasta en el realismo mágico, y aunque en nuestro siglo tengan los fierros mediáticos y sean los dueños de la posverdad, vos sabés, Aureliano: lo que nunca tendrán es esto, que alguien les escriba un domingo lluvioso a la tardecita. Es un montón, Aureliano, porque así vivimos, así sentimos lo que nos determina: a base de latidos, de movimientos torpes que nos llenan el pecho, y se genera una correntada que limpia todas las piedras de nuestro río. Perdón, Aureliano, perdón por escribirte un domingo lluvioso a la tardecita. Y perdón por pedirte tanto perdón. Es la ansiedad. Es el miedo.

Ya sé que no nos conocemos, pero te quiero. ¿Se puede querer así? Se puede, Aureliano. Incluso, es necesario. Te quiero porque te comprendo, porque te intuyo.

Desde acá, te abraza la Vero, la Vero Similitud. Ojalá algún día compartamos un asado y tomemos de la misma damajuana. Y por favor, Aureliano, nunca te olvides los versos de la gran Diana Bellessi:

“El corazón
es una achura
que no se vende”.

 

*Relato escrito específicamente para ser leído el domingo 29 de octubre de 2023 en el Teatro Solís de Montevideo. Evento realizado en el marco de Macondo – Gallera poética organizada por la Escuela de Poesía Más acá de los mundos.

Ilustración: Luisa Rivera para Cien años de soledad (Gabriel García Márquez), en la publicación realizada por Literatura Random House.

No me olvides

Leandro Gabilondo - No me olvides

Buenas noches. Soy un pueblo imaginario. Me llamo No me olvides. Gracias por este espacio, nunca pensé que alguien iba a pensar en mí para poder hacer este descargo, para decir lo que tengo amontonado en el pecho hace décadas.

Buenas noches. Lo repito porque me conmueve saber que me están escuchando. Presentarme y poder contarles lo que me pasa es lo único que me mantiene vivo. No hay metáfora: soy un pueblo imaginario y me llamo No me olvides, igual que la flor, igual que el poema de Jauretche. Les decía: soy un pueblo imaginario, como Macondo, pero abandonado, vivo en mi propia calle, ni siquiera tengo un plan social. ¡Y cómo son las paradojas de la vida! Me llamo No me olvides. Soy un pueblo huérfano, nadie se hace cargo de mí, ni el Estado, ni la iglesia, ni la ONU, ni los chetos de las ONG. Nadie, hermano, nadie.

Sucede que vivo esta orfandad eterna porque alguna vez un escritor, en la famosa época del Boom latinoamericano, me inventó. Y quedé acá, perdido entre las páginas color hueso y el olor a tierra. Aunque, eso sí, por sobre todas las cosas: soy un pueblo.

Resulta que el escritor que me escribió, pobre muchacho, ya está muerto. Ni yo sé bien cuál es su nombre. Y a mí me apena que no lo recuerde nadie, porque supongo que él era un muchacho que solo amaba la literatura, la ficción, el realismo mágico, nada más, con eso era feliz, ni siquiera quería que lo recuerden. Y como a él no lo recuerda nadie, a mí me abandonaron. Mi soledad es una consecuencia. Todas las soledades son una consecuencia. Y ahí es que entra la nostalgia, la peor de las nostalgias, la nostalgia del presente. Encima tengo mar, como todo pueblo imaginario, tengo mar. Y soy pobre. La pobreza es incondicional. Cuando me leían, y ahora que nadie me recuerda, la pobreza siempre fue la misma. Tengo olas que van y vienen como el Nico De la Cruz, no se cansan nunca. Y mirando estas olas se enamoró mucha gente. Por eso me da pena que el autor también haya sido olvidado. No sé si era tan bueno escribiendo, a esta altura, qué importa, parece que sentía un montón, y esos tipos son imprescindibles para que mundo no sea un Excel gigante. En sus tramas hay mucha gente que supo enamorarse. Ese es mi mayor orgullo. Acá, los personajes se amaban, se agarraban de la mano, miraban las olas y se amaban, se pensaban en horario laboral, se extrañaban. Amarse es pensarse en horario laboral. Es algo importante que quiero decir ya que me dieron este espacio. Amarse es pensar en la otra persona mientras un jefe te dice que sos un inservible. Por eso me da tanto orgullo lo que viví hace muchos años, no quiero sonar a grupo de Facebook, pero me da orgullo cómo se amaban los personajes frente a este mar, pasaban las horas felices sin pensar en el futuro, no sabían el significado de la ansiedad, no miraban TN, no había tablas de surf, no le pedían permiso a ningún progresismo, simplemente se amaban y miraban las noctilucas en silencio mientras caía noche estrellada sobre mí, mientras la luna gorda y luminosa de un cielo color nafta tambaleaba sobre los techos, mientras mis perros ladraban y el verano dejaba de ser una estación para ser un sentimiento. Soy un pueblo imaginario, pero siento, me da bronca que nadie hasta hoy haya reparado en eso. Y necesito ayuda, necesito que sepan que estoy acá. No estoy pidiendo que hagamos la revolución, que bajemos a los tiros de Sierra Maestra y tomemos ron con Camilo Cienfuegos. Ojalá, pero no. Con que sepan que existo, con que sepan que alguna vez alguien se enamoró sobre mis playas me alcanza. Conmigo, el mundo fue un gran padre abandónico que sube fotos a las redes. Y yo no pido ser ni mejor ni peor que nadie, solo quiero mi identidad. Eso pido, no creo que sea mucho. Quiero volver a reconocerme, que alguien vuelva a ilusionarse conmigo, a sentir cómo se enamoran a cada rato los personajes de un escritor olvidado. Quiero, además, si no es mucho pedir, ya que estamos: que no voten fascistas, porque esos miserables quieren exterminar hasta los pueblos de la ficción. Y recuerden, por favor. Me llamo No me olvides. Soy un pueblo imaginario. Soy un pueblo. Y los pueblos nunca olvidan.

 

*Relato escrito específicamente para ser leído el domingo 15 de octubre de 2023 en el Teatro Solís de Montevideo. Evento realizado en el marco de Macondo – Gallera poética organizada por la Escuela de Poesía Más acá de los mundos.
Foto: Jorge Casal.

La Vero Similitud y la primavera

La Vero Similitud y la primavera

Volverán los nomeolvides
cada año a florecer.
Arturo Jauretche

 

Verónica Similitud es una chica de pueblo. En Domínguez, el pequeño terruño en el noroeste de la provincia de Buenos Aires donde creció, se la conoce como la Vero Similitud. Tiene 28 años, de los cuales vivió cinco en Rosario, provincia de Santa Fe. Allá estudió Antropología y Traductorado de inglés, pero no se pudo recibir de nada. La enfermedad de su padre la hizo volver al pueblo y no se pudo ir más. No pudo, no quiso, todo junto. «Así es la vida», dice ella de forma automática cuando le preguntan por sus carreras. Es que la muerte es un reseteo injusto que te acomoda como se le canta. A la Vero Similitud ese descalabro emocional y temporal le corrió el eje. Su rumbo se desintegró, lejos quedaron las peñas bailables de los jueves, las películas de Linklater en el cine Madre Cabrini, los sábados frente al Paraná leyendo poemas de Maia Morosano o de Rocío Muñoz Vergara con un porrón en la mano, los festejos del Día del Estudiante en el parque España. Hija única, hija excepcional, hija culposa, hija omnipotente, la Vero Similitud no pudo soportar la distancia de 180 quilómetros y volvió a su habitación de toda la vida, a tomar mate cada mañana con su madre, y con la ausencia, ese pozo tan hondo que ninguna municipalidad sabe tapar.

Según el último censo, contando la zona rural, en Domínguez viven unas 6 mil personas. Es como un pueblo de serie española de Netflix donde hay un asesinato misterioso, pero argentino y bonaerense: el peso del horizonte llanísimo, puro verde, olor a panadería y cielos naranja fuego al atardecer.

A la Vero Similitud le fascina la primavera. Es su mejor versión, más allá de cualquier contexto. Le gusta recorrer las calles de Domínguez en su bicicleta con canasto. A su lado, trotando con la lengua afuera, va su perro Wado, grandote y buenazo. Con un vestido de lunares, un rodete desprolijo en su pelo color almendra, una mochila de jean y una seriedad dulce, la Vero Similitud avanza de cuadra en cuadra y Wado es incondicional a la causa. Lo que más disfruta es el florecer del jacarandá. Encima Domínguez está lleno de esos árboles. El pueblo se pone violeta y ella recuerda con ternura a su familia de Montevideo, hinchas de Defensor. Esos domingos uruguayos que iba de visita, de niña, de la mano de su tía, la hermana de su papá. Caminaban por las barranquitas del parque Rodó y la Vero Similitud se conmovía con la pertenencia, con el amor colectivo a un escudo, sin más: la cultura popular que late, el ir y venir de personas con camiseta violeta como si fuese una manifestación de jacarandás. Y nada que ver con nada, pero de repente la Vero Similitud también recuerda la forma de comer choripán en Uruguay. «¿Cómo puede ser que le pongan lechuga y tomate?», se pregunta, y mueve la cabeza de un lado a otro con una sonrisa corta.

Igual que lo hacía en Rosario, la Vero Similitud espera la primavera para ir todos los días a leer frente al río Domínguez, que, justamente, desemboca en el Paraná. Estaciona su bicicleta, se apoya contra un árbol y lee. A veces se desconcentra, la ansiedad la trastoca, toda la calma que emana desde afuera se desvanece. Pero tiene una estrategia: piensa en el colorido impresionante de las calles de su pueblo durante esos meses, se siente privilegiada, mira Domínguez desde el extrañamiento, recuerda a Jakobson y se ríe, mira y siente a Domínguez como si fuese una turista y le parece maravilloso. Piensa en eso de valorar lo que se tiene y dejar de mirar afuera. La considera una frase estúpida muy acertada. Mira su propio paisaje, se siente en una novela de Piglia o de Soriano, piensa en todas las flores y las plantas que se lucen en los jardines de las casas, piensa en su lenguaje poético descomunal: nomeolvides, pensamiento, boca de dragón, enamorada del muro. Le parece bellísimo que la poesía ande toda silenciosa y contundente en cada detalle del mundo. Sonríe. Y a la vez llora. Porque sí, la ansiedad es perversa. Te rompe, o peor, te resquebraja cuando menos lo esperás. Te toca andar, en cualquier estación, con ese despelote en el alma, en el corazón, en la mente. La Vero Similitud respira, no va a yoga pero respira. El llanto le hizo bien. Se ríe de sí misma. Le da gracia llorar sola frente al río de su pueblo. Y digo sola porque Wado, después del trote de la siesta, mira la orilla de enfrente casi dormido. Recupera fuerzas para la vuelta a casa. De todos modos está ahí, Wado siempre está ahí, le sostiene la identidad.

Es 21 de setiembre, pero la primavera mutó. La Vero Similitud ya no celebra con una jarra de clericó y escuchando Jimmy y su Combo Negro. Ahora pasea con Wado, recuerda a su familia de Montevideo, aprecia la flora de su región, tiene un leve ataque de ansiedad y luego se ríe. Antes de irse del río, anota lo que sintió en su bloc de notas para contarle al psicólogo. De hecho, recuerda que debe llamar a la obra social para que le reintegren las dos últimas sesiones. Pero ahora, en este momento, lo importante es que es 21 de setiembre. En una plaza, un grupo de niños y niñas está con guardapolvo, en pleno pícnic, toman jugo y comen empanadas frías. Dos de flequillo, que juegan con una pelota utilizando la estructura de la hamaca como arco, saludan a Wado. Ella sonríe. Se acuerda de la frase de su madre, maestra jubilada: «En la escuela pública, la primavera es más primavera que nunca». Llega a su casa. Arriba de la mesa, su madre le dejó una nota que dice: «Salí a caminar con las chicas. Comprame pan para la noche. Te quiero». La Vero Similitud se pone a traducir un texto sobre «los beneficios de la siembra directa» que debe entregar. Mira el Word, detesta a la empresa noruega y a la agencia rosarina para las que trabaja. Hace la traducción igual. Prefiere terminarla porque a la noche tiene un asado con sus amigas y unos pibes de Wilson, el pueblo vecino. Intuye que le gusta uno de ellos, pero no lo sabe todavía, no tiene ganas de pensarlo. El pibe es gracioso, la hace reír mucho, pero ella sabe que con eso no alcanza. La Vero Similitud duda, es un ejercicio que le brota. Por eso sufre. Por eso es tan lúcida y conoce tanto su deseo. Acaricia a Wado, va hasta la cocina y se hace un mate. La Vero Similitud frena un segundo, mira por la ventana. Los nomeolvides de su madre brillan bajo la tarde de Domínguez. Sale al patio y se pone a regar. La primavera es otra, todo el tiempo. La Vero Similitud también.

 

Publicado originalmente en: https://brecha.com.uy/la-vero-similitud-y-la-primavera/

Más de una eternidad – Fernando Cabrera en el Solís

Cabrera con Mocchi y Garo Arakelian en el Solís. ANDREA SILVERA

El lanzamiento de INTRO cumplió una década y el festejo estuvo lleno de canciones y poemas. Fue una noche clave, porque INTRO es un libro, pero también es un disco y, además, un trabajo audiovisual. INTRO es Cabrera.

En «El error», un cuento de Martín Kohan, notable escritor argentino, luego de una bajada histórica del agua del Río de la Plata, el protagonista intenta cruzar caminando desde Buenos Aires, sobre el barro seco, en busca de un amor perdido. Siempre que escucho a Cabrera pienso en ese personaje; en realidad, pienso en ese impulso, en el fogonazo del corazón que cree que semejante proeza puede ser posible. Eso, precisamente, es la obra de Cabrera. Un destello de algo posible dentro de la miseria del mundo y sin un gramo de ingenuidad. Cabrera escribe y compone desde una esperanza infernal. ¿Bajo una melancolía total que abarca cada movimiento? Sí. Pero ¿qué nos importa si ese mismo gesto es el que construye la posibilidad de la belleza?

SALVATAJE

El viernes pasado, en las pequeñas escalinatas del legendario Teatro Solís, la expectativa estaba en el aire. En las miradas del público se notaba una nostalgia dulce. Cada persona presente sabía que iba a ser parte de una fiesta. Y ahí está el detalle que marca la identidad de este concierto: no era una fiesta típica, era una fiesta a lo Cabrera. Sin flashes ni humo, pero sí con la intención concreta de sostener el abrazo interminable de los versos y las melodías, el gesto de tener una razón de ser, con todo lo que eso implica.

Cabrera apareció en el escenario con un saco clarito y una sonrisa tímida, agradecido, con su guitarra en la mano. El aplauso que recibió ya tenía aroma de homenaje. En vida, sí, muy en vida, porque estamos hablando de un artista que siempre parece estar en la cima pese al recorrido que todavía le queda, como si todo el tiempo estuviera creando su obra maestra. Y, claro, no hay homenaje sin respeto. El público de Cabrera, por sobre todas las cosas, lo respeta. Eso se siente y marca cada intercambio estético y ético entre el público y el artista.

Cuando el respeto se une con la admiración se construye un referente. Eso es Cabrera, por más que no lo busque, no lo intente, incluso, por más que no quiera serlo. Lo es. Y su público se lo demuestra cada vez que sale a escena. Arrancó con «Salvataje», canción muy montevideana, perfecta para abrir una noche tan especial. Desde el comienzo, el cantautor fue acompañado por Diego Cotelo, un músico de la nueva generación uruguaya. Con una versatilidad enorme, tocando desde guitarras hasta percusión con una bolsa de supermercado, el trabajo de Cotelo destila una gran conexión con la sensibilidad musical de Cabrera, una energía que se sintió desde el minuto cero hasta el aplauso final.

UNA ODA A LA AMISTAD

La dinámica del concierto fue guionada con mucho criterio. En ningún momento se apreció un bache, los corazones latían de forma exacta hacia el destino del show. A medida que avanzaban las canciones, Cabrera mencionaba los apartados emocionales que tenía cada bloque. Dos canciones dedicadas a la adolescencia crearon un clima, otra vez, de nostalgia dulce y poderosa. Y ahí comenzó a crecer la intensidad de la interpretación. El cantautor rompió el hielo y se sintió, de forma literal, en su propia casa. Así fue que las canciones fueron avanzando hasta que llegó un momento bisagra en la noche. En una especie de living, con un ambiente de luces bajas de velador, Cabrera invitó a dos amigos a conversar en su casa: Garo Arakelian y Mocchi. Sentados alrededor de una mesa, cuaderno en mano, los tres comenzaron a leer poemas de INTRO de forma coordinada. Mientras la performance poética transcurría, los poemas aparecían animados en la pantalla gigante que tomaba por completo la escenografía del escenario. Un Teatro Solís colmado escuchaba en silencio. Luego llegaron, entre otras, las canciones «Yo quería ser como vos», «Por ejemplo» y «Puerta de los dos». Esta última fue una perla, los aplausos crecieron al escucharse el acorde final. La comunión estaba llegando al clímax.

EL ALMA DE AQUEL ARTISTA

Llegó el momento de «Viveza», ese ritual cabrereano tan espectacular y simple al mismo tiempo. Con una cajita de fósforos, solísimo en ese escenario mítico de América Latina, Cabrera comenzó a producir su propia percusión cotidiana y a cantar su poemazo. Escuchar «Viveza» en vivo es una experiencia que se recomienda a cualquier persona con dos gramos de sensibilidad. Es Cabrera siendo más Cabrera que nunca y, tal vez, cantando uno de sus versos más notables: «Minutos, pequeñas celdas sacadas del verano».

QUERIDO AMIGO: TENEMOS UNA CANCIÓN POR HACER

Como en toda fiesta, sea cual sea el motivo, hay que celebrar. Y una celebración sin amigos no es una celebración. Por eso Cabrera invitó a Garo Arakelian nuevamente al escenario para tocar juntos «La tormenta» (de su gran amigo, Dino Ciarlo) y «Celebración». Con el saludo y el reconocimiento del público, se bajó Arakelian y subió Mocchi, que se calzó la guitarra y fue acompañado por Cabrera en «Amichi» y «Mismo momento». Lo que generaron juntos fue de una potencia bellísima, Cabrera lo miraba serio y conmovido mientras hacía los arreglos; Mocchi, con su voz de color único, logró una atmosfera que infló el pecho de toda la sala. Fue esclarecedor y muy emotivo ver dos generaciones juntas, unidas desde las canciones, pero sobre todo desde la convicción; el abrazo de dos autores que saben muy bien que «el don es inútil si no lo ponés en la ruta».

OTRO CARNAVAL

Volvió Cotelo y Cabrera anunció que «Generación»era la última pieza del concierto. Se despidió, agradeció, la tocó y la cantó como si realmente fuera la última. El público lo ovacionó de pie y, con una sonrisa tímida, Cabrera se tocaba el corazón mientras repetía: gracias, gracias, gracias.Se retiró y, sin que los aplausos dejaran de sonar, volvió con dos himnos de la cultura popular rioplatense: «La casa de al lado» y «El tiempo está después». Al terminar, agradeció con la cabeza y en sus ojos se veían su orgullo y su alegría. Me parece imprescindible que artistas como Cabrera puedan sentir eso en su propio país. Ojalá nunca deje de pasar. El público lo volvió a despedir de pie y el Teatro Solís comenzó a vaciarse con una certeza: «Discrepo con aquellos que creen que hay una sola eternidad».

– Leandro Gabilondo para Brecha
Publicado originalmente en: https://brecha.com.uy/mas-de-una-eternidad/

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