Termina el partido, bajo el cielo nublado de Boston, el 25 de junio de 1994, Sue Ellen Carpenter, la enfermera más famosa del mundo, agarra de la mano a Pelusa y lo lleva camino al infierno. Canchero, con su inocencia y su carisma letal, Pelusa sonríe como Perón, como un nene de Fiorito. Sue Ellen Carpenter lleva a un santo popular de la mano, pero no lo sabe, y probablemente nunca lo sepa. En la frialdad de la rubia se ve el contraste del poder, el genocidio moral de occidente. La idiosincrasia argentina es intransferible, no puede explicarse ni argumentarse, eso la define. Paenza, un periodista notable, intercepta a Pelusa y lo entrevista apurado, en vivo. Sue Ellen Carpenter, la enfermera más famosa del mundo, por lo menos de nuestro mundo, sonríe sin abrir la boca detrás de Pelusa. Transpirado por el verano gringo, verborrágico, ansioso y tierno, Pelusa señala la cámara y le dedica el triunfo al pueblo argentino, le dice que lo quiere mucho. Antes de despedirse, se acuerda de su mamá, la Tota, y también le dice que la quiere mucho, sin dejar de señalar y mirar la cámara. Pelusa tira un beso a lo Sandro y se va otra vez con Sue Ellen Carpenter, pero deja su mirada certera en el aire: la más trascendental de nuestra República.
Funde a negro.
Arranca el partido, bajo el invierno soleado del Barrio Fo.Na.Vi (Fondo Nacional de la Vivienda), en Arrecifes, provincia de Buenos Aires, en la casa de mis tíos, la Vivi y el Gallego, a punto de cumplir nueve años, estoy arrodillado frente a un televisor 20 pulgadas esperando que la agarre Pelusa, ese muchacho que yo siento que es mi amigo, porque también es un nene, un nene bueno, que tiene la camiseta blanquiceleste bien metida adentro, las medias altas y los botines negros. Afuera la calle es de tierra y duele el frío del llano bonaerense, está el neoliberalismo, la frivolidad y la miseria, el plan sistemático para el hambre latinoamericano. Yo, con un vaso lleno de jugo Mocoretá de naranja entre las manos, solo quiero que Pelusa agarre la pelota, ya, necesito que la tenga él. Busco, espero y deseo sus movimientos. Quiero que Pelusa la pise con esa zurda empanada y haga lo que nadie espera, jamás, con su gesto exagerado y maravilloso, su tarea de prócer barrial. Minuto 9, Araujo, uno de los mejores relatores del planeta, se desespera porque Redondo erra un pase clave en la mitad de la cancha. Se paralizan los latidos, se congelan nuestras vidas. Gol de Nigeria. Los africanos con su onda inigualable danzan en el banderín del corner. Mi papá putea a Dios y a María Santísima. La Vivi está con la boca abierta. El Gallego fuma un cigarrillo atrás de otro, camina en círculos en el living de 4×2 y de techo bajo. Mi abuela Mamei no suelta la pava, se ceba un mate, absorta. Mi hermano, porque su pubertad lo obliga, se sopla el flequillo y se hace el optimista. Mi abuelo Cholo dice que él sabía que esto iba a pasar, pero que lo damos vuelta. La Cari, mi otra tía, está a punto de llorar, ella es así, y está bien. Mis primos, el Omán y el Amarillo, menores que yo, están sentados contra la pared y miran atentos el derrotero familiar. Mi mamá, que tiene una capacidad específica para reconocer la sensibilidad de las personas que la rodean, me acaricia la cabeza. Yo espero que saquen del medio, que Pelusa juegue otra vez a la pelota, es lo único que me importa. El tiempo transcurre sin forma. Minuto 22, tiro libre para Argentina cerca del área rival. Pelusa amaga a patear con la zurda empanada, pasa por arriba y la pisa, patea Batistuta, rebote del arquero, aparece Caniggia, la empuja y la pelota entra en el techo del arco. Locura, demencia, fuegos artificiales en el pecho, explota el Barrio Fo.Na.Vi. Abrazos desprolijos, gritos, puteadas de alivio, se me cae el Mocoretá de naranja, la Cari llora y me abraza porque me partí la nuca con la mesa al festejar, yo me río y le digo que no es nada. Estoy feliz. Muy feliz. Quiero quedarme a vivir en ese momento. Pero en el medio del fuego, sin ni siquiera poder admitir y hacer carne esa felicidad: tiro libre en la mitad de la cancha para Argentina. Minuto 29. Nadie intuye el peligro de gol. La cámara lo muestra a Caniggia, con su melena salvaje y sexy, desorbitado, al grito de: “¡Diego, Diego!”. Es ahora. Siesta de la defensa nigeriana. Pelusa ve a su compañero, abre la zurda empanada y con la parte interna hace rodar la pelota con una sutileza extraordinaria. Lo deja solo frente al arco, mano a mano con el arquero. Araujo interrumpe a Macaya, uno de los mejores comentaristas del planeta, y se desespera otra vez, pero ahora de alegría: “Señoras y señores, la Argentina por el segundo… el Bebééééé… golazo… gol, Bebé, golazo… ¡goooooooooooooooooooooooooooooooooooooool ar-gen-ti-no, otra vez el Bebé, otra vez Claudio Paul Ca-ni-ggiaaaaaa. Señoras y señores, la Arrrrrrrrrrgentina 2, Nigeria 1”.
Funde a negro.
Termina el partido, el segundo del grupo del Mundial USA 94. La tardecita del Barro Fo.Na.Vi está color naranja y violeta. El frío crece. La noche asoma el hocico. Nos abrigamos y salimos a la calle, encaramos para el lado del Centro, para celebrar en caravana sobre la calle Ricardo Gutiérrez y la Dardo Rocha. El pueblo argentino acaba de vivir el último acto de Pelusa como jugador de la Selección, pero no lo sabe. El infierno se acerca, aunque hasta ahora, por el momento, nadie nos puede sacar la alegría genuina que nos sostiene. No quiero pensar en los días que vienen. Soy el presente, soy el presente y toda la potencia de la esperanza. En la esquina, se van sumando vecinos y vecinas del Barrio Fo.Na.Vi. Caminamos juntos, somos un cuento de Rulfo, cantamos que es un sentimiento, que no podemos parar. La infancia y su esponja emocional me dejan la sonrisa de Pelusa en el corazón, para siempre.